Autora: Ana Muñoz
La observo desde fuera, inmóvil, sintiendo el aire frío atravesando mis ropas, mi carne, adhiriéndose a mi piel y mis huesos. De aquella casa blanca, resplandeciente, que un día fue, queda ya muy poco. La pintura exterior está ennegrecida, con desconchones aquí y allá y alguna que otra pintada o restos de antiguos carteles afeando aún más su fachada. Los cristales de las ventanas están rotos o han desaparecido por completo y sólo sus fuertes rejas, ahora algo oxidadas, han impedido los posibles saqueos y han evitado que se convierta en la morada de intrusos... Extraños... Como los que entraban tantas veces cuando ésta era mi casa; invasores sin nombre, sin rostro; pies y piernas que avanzaban adentrándose en un lugar sagrado; profanadores que quería destruir, aniquilar, hacer desaparecer para siempre. Imaginaba que ponía una cancela ante la puerta de cuya llave era la única dueña y cuyas rejas era yo, a los ocho años, la única persona que las podía atravesar apretando mi cuerpo entre los barrotes. Entonces tenía una única regla que se cumplía siempre: por donde pasa la cabeza pasa también el cuerpo.
Ahora, mientras mi vista se desliza por sus muros hacia arriba hasta descansar en el tejado y en las pequeñas ventanas que sobresalen en él como minúsculas casas de tejas rojas y cristal intacto, tengo miedo de atravesar de nuevo esa puerta. Observo con detenimiento la chimenea por la que escapaba el humo durante las tardes y las noches de invierno. Encender lo gruesos troncos era para mí una especie de ritual sagrado que se llevaba a cabo al ponerse el sol, cuando la primera estrella de la noche, la más brillante, podía verse desde la ventana del salón. Recuerdo cómo el fuego calentaba mi espalda mientras yo, sentada en una alfombra en el suelo, intentaba terminar aquel eterno rompecabezas que lograba mantenerme absorta durante mucho tiempo, dando vueltas entre mis dedos a unas piezas celestes y blancas, del color del cielo, que daban la impresión de ser todas iguales. Entonces, llegaban ellos; los invasores, los extraños. Casi todas las tardes. Casi todas las noches. Oliendo a alcohol, en ocasiones. Uno de ellos pisó mi alfombra (todo mi mundo), mi puzzle a medio hacer, mis dedos. Luego se agachó ante mí para pedirme disculpas mientras reía y me miraba con unos ojos que no lamentaban lo ocurrido, que decían algo diferente (demasiado diferente para entenderlo a los ocho años) de lo que dicen sus palabras.
- Vamos, deja en paz a la niña - decía ella, condescendiente.
Sollozando, asustada, enfadada, desahuciada, envolvía la alfombra con las piezas del rompecabezas en su interior y me encerraba en la cocina. Aquella casa era demasiado pequeña como para que pudiera tener una habitación propia, un lugar que pudiera llamar mío y donde colgar en la puerta el cartel de prohibido el paso excepto a perros y gatos.
Jugueteo, nerviosa, con las llaves, pensando que tal vez ha sido un error volver aquí, que debería marcharme y olvidar; no dejar que los recuerdos, ya casi sepultados por el paso del tiempo, sean reavivados de una forma brutal, demoledora. Pero ella murió hace ya tres años. Tres años he necesitado para armarme de valor y venir hasta aquí. Y sé que aquella niña que fui una vez habría querido que entrara y, tendiéndole la mano, me la llevara muy lejos de allí. La imagino observándome desde la pequeña ventana del tejado, tras el cristal, y veo las lágrimas rodar por sus mejillas, sintiéndolas casi en mi propia piel, al verme darle la espalda y caminar en dirección contraria, sin atreverme a entrar. No, no puedo hacerle eso...
Introduzco la llave en la cerradura y, con un poco de dificultad, abro la puerta y entro, avanzando sólo unos pasos, deteniéndome en medio del salón, frente a la chimenea. Respiro el aire rancio, cargado de polvo y de recuerdos. Escucho en mi memoria las voces que una vez, hace ya muchos años, alguien pronunció en este mismo lugar, tal vez yo misma. Escucho, de nuevo, esos sonidos que, procedentes del dormitorio, se burlaban de la puerta cerrada, atravesándola para herir mis oídos y llenarme de una ansiedad interrogante.
- ¿Estás bien, mamá? - Le preguntaba después -. ¿Te han hecho daño?
- Tranquila; solo jugábamos - respondía ella antes de meterse en la bañera.
Nada parece haber cambiado en esta casa, excepto esta sensación, ahora completamente nueva, de estar suspendida en el tiempo, sin vida, acumulando polvo en los rincones y en los muebles, haciéndome sentir que el pasado queda inexorablemente atado al presente, condicionándolo y conformándolo de una manera peculiar, de una forma que hubiera sido diferente de haber podido borrar cada recuerdo, cada acontecimiento, cada vestigio de lo que fue.
Ellos, los invasores, los extraños, traían a menudo alguna bebida alcohólica que compartían con ella. Su voz y su aliento eran siempre diferentes después; luego, lo eran también su comportamiento y su memoria, que empezaba a fallarle en las cosas más simples, preguntándose en voz alta cómo era posible que estuviera otra vez la nevera tan vacía.
Recorro la casa lentamente, con los pies pesados y el cuerpo rígido. Los mismos muebles; los mismos escasos cuadros en las paredes. ¿Por qué, después de tantos años, no cambió nada? ¿Por qué siguió en esta casa? ¿Por qué no intentó redecorarla? Tal vez el pasado no significaba nada para ella; tal vez no le pesaba como a mí. O puede que el alcohol fuera suficiente para cambiarlo todo, para teñir los muebles, las paredes, las reminiscencias, las evocaciones, el fracaso, el absurdo de una vida entera.
En la cocina, una adolescente emerge, velada, del pasado y se sienta en un taburete, con un cuaderno desgastado en las manos. Escribe algo en una de sus páginas, la arranca y, tras doblarla, se dirige a una de las esquinas de la habitación, se agacha y levanta una baldosa del suelo. Después de observar un instante el papel y apretarlo entre sus manos con los ojos cerrados, lo deja en el suelo y vuelve a poner la baldosa en su lugar, sobre el papel. No puedo recordar lo que escribí y, repitiendo los mismos movimientos de hace años, me acerco al rincón y levanto la vieja baldosa desgastada esperando no encontrar nada más que polvo. Sorprendida, descubro que el papel sigue en su sitio, amarillento y arrugado. Lo desdoblo con cuidado, temiendo que desaparezca entre mis dedos, y descubro una frase medio borrada pero todavía legible: "la única decisión de la que nunca nos podemos arrepentir es el suicidio; y es también la única decisión que nunca queremos tomar".
Al salir de la casa vuelvo a mirar la pequeña ventana del desván, con las palabras escritas en el papel resonando aún en mi mente; vuelvo a imaginar a esa niña al otro lado y sé que yo estaba equivocada, que no llorará aunque le dé la espalda, porque, a pesar de todo, ella no necesitó nunca que viniera a salvarla. Soy yo, en cambio, quien necesita que ella venga a salvarme a mí... Desde su presente; desde mi pasado; desde el día en que, tras escribir esas palabras, decidió marcharse para siempre.