Autora: Ana Muñoz


Antes de que todo empezara, su vida era un fluir lento y continuo. Nada había que estuviese fuera de lugar. Ni una mota de polvo en el suelo; ni un huella de gota de lluvia aislada en la ventana. Cada acontecimiento registrado con escasas palabras en una agenda; cada nombre, cada número de teléfono, cada cita, unidos a comentarios que revelaban una profesión, una afición: "No hablar nunca con Julia del pasado", "a Jorge le encanta el tenis". Ser siempre puntual, siempre ordenado, decir siempre la frase correcta, planear cada minuto de la vida, no perder nunca el tiempo en frivolidades. Guardaba todos sus papeles ordenados y clasificados por fechas y por temas en carpetas etiquetadas y relucientes. Su armario estaba dividido en secciones y de las perchas colgaban trajes siempre limpios y recién planchados, clasificados según la situación en la que debía usar cada uno. Todo tenía que estar bajo control, nada podía quedar en manos del azar. Su pelo muy corto, para que no variara con el viento o la lluvia. Cualquier acto cotidiano era como un ritual que realizaba siempre de la misma manera, con la misma duración cronometrada.

Aquella tarde estaba sentado en el sofá de siempre a la hora de siempre leyendo un libro, como acostumbraba hacer de ocho a nueve, de lunes a jueves, reservando los viernes para las revistas (siempre las mismas), cuando alguien llamó a su puerta, sobresaltándolo. Era una mujer joven, casi una adolescente, con mirada cansada y tan delgada que parecía tener la fragilidad de un pájaro sin alas, que le mostraba un catálogo de libros. Quería cerrar la puerta; eso no entraba en sus planes. Tampoco la compasión que, sin saber por qué, sintió por ella, por su aparente desamparo. Algo extraño parecía flotar en torno a ella, como si la misma muerte aguardase a su lado, entre los hilos de un jersey demasiado largo, demasiado grande para ese cuerpo que se perdía en su interior. Y aunque esa compasión tampoco hubiese sido planeada y una ligera ansiedad de descontrol de su mundo se cerniera ante él, la invitó a entrar para que le mostrara los libros.

- Me gusta leer - le dijo -, pero no acabo de decidirme. Me quedaré con el que tú me recomiendes.

Varios días después recibía un paquete. En su interior una novela que empezó a leer en el horario establecido. Pero algo no funcionaba como siempre.

Una desazón, una especie de inquietud indefinida que dio la alarma en su vida rutinaria y controlada y lo llenó de miedo.

"No puedo concentrarme; nunca me había pasado esto". Pensaba en ella, en su mirada triste, imaginando su extrema delgadez como un grito de socorro silencioso y negado. La imaginó deteniéndose durante mucho tiempo en las estanterías de un supermercados para dar vueltas y vueltas en sus manos a cualquier artículo, leyendo y releyendo sus etiquetas, indagando en sus componentes, buscando, tal vez, la manera de saciar su hambre sin saciar su cuerpo. Búsqueda absurda e imposible.

Ella se convirtió en una obsesión que llenaba sus pensamientos. La recordaba al mirarse al espejo, cuando sus ojos reflejados se convertían en los de ella, lentificando estos pensamientos sus tareas, que a veces duraban más de lo establecido. Empezó a sentir, con horror, que no podía pensar y planear las cosas con la claridad de antes, que estaba perdiendo el control de su vida. Buscaba desesperado una explicación, una respuesta. "¿Por qué me he obsesionado de esta forma con una desconocida?" , se preguntaba mientras la veía aparecer en su mente cada vez más delgada, caminando hacia la muerte. "Tal vez nada de lo que pienso de ella es cierto, tal vez me estoy dejando llevar demasiado por mi imaginación..." Pero nada de lo que pudiera decirse a sí mismo servía para extinguir esta obsesión que, poco a poco, iba tomando la forma de una pregunta cuya respuesta necesitaba conocer mientras que al mismo tiempo le aterraba. Quería saber el porqué de aquella chica (real o imaginada), de su comportamiento, de su delgadez autoimpuesta. "La búsqueda imposible", pensó; "saciar el hambre sin saciar el cuerpo; saciar la vida sin saciar el alma".

Y allí, ante el espejo, cuando los ojos de ambos volvieron a confundirse, lo supo: "tú y yo somos iguales; tu pregunta es mi pregunta; tu respuesta es mi respuesta". Entonces un miedo intenso lo empujó... Hacia algún lugar... Abrió la puerta. Salió... Hacia algún lugar... Buscando...