Autora: Ana Muñoz
El día en que cumplió setenta y cinco años decidió sentarse a esperar la muerte. No pensar; no vivir apenas; sin un futuro que planear; convertir el resto de su vida en un paréntesis sin tiempo desde cuyo interior vería pasar los días solitarios, los años que pudieran quedarle, a la espera del momento en que su corazón se detuviese para siempre. "Y luego nada más... Sólo esperar y nada más..."
En un gesto mecánico y monótono, sin emoción alguna, igual que su mirada y cada uno de sus movimientos, destruyó todos los relojes de la casa para que así, al verse de algún modo privada del tiempo, sin poder contar los días ni los meses, la muerte viniera a aliviarla más deprisa.
Y en ese transcurrir imposible y derrotado en que transformó su vida, la despertaron una madrugada los maullidos de un gato que, probablemente en su vagabundeo por los tejados, había ido a parar a su terraza. Cuando ella salió, el pequeño animal de color atigrado y ojos amarillos, se acercó, hambriento, hacia ella y la miró implorante. Recordó que tenía en la nevera casi todo el plato de pescado que, tras prepararlo para el almuerzo del día anterior, había sido incapaz de comerse.
Todo importaba demasiado poco y los alimentos le resultaban insípidos; el comer se vuelve un sinsentido cuando se está huyendo de la vida. Dejó que el inesperado visitante diese cuenta del pescado y, mientras el animal devoraba con avidez el alimento, observó que llevaba lo que parecía ser un trozo de papel doblado alrededor del collar.
Es posible que hace muchos años, cuando la curiosidad formaba aún parte de ella y el hastío no se había apoderado tan implacablemente de su alma, hubiese corrido a hacerse con aquel papel. Pero en esa ocasión tuvo que ser el gato el que, al rascarse el cuello con su pata trasera, dejase caer el papel justo a sus pies. Al leerlo descubrió que se trataba de la carta de un niño de doce años. "Tengo miedo", decía, "la vida es demasiado difícil. Me gustaría dormirme y no despertar jamás". Luego hablaba de sí mismo, de su tristeza, de la falta de ilusión y de alicientes. Ella sintió erizarse el vello de su cuerpo al verse reflejada en las palabras de alguien cuya vida acababa de empezar; tan lejos de ella, tan distante en todo y, al mismo tiempo, tan similar y tan cercano en esos sentimientos compartidos.
Arrancando una hoja de su bloc de notas escribió unas palabras de consuelo. "Soy yo", decía en los últimos renglones, "que soy ya demasiado vieja, quien está esperando y deseando la muerte". Tras enredar el papel en el collar del gato y ayudarlo a salir de la terraza mediante una escalera de mano por la que el animal trepó hacia el tejado, volvió de nuevo a su monótona vida sin tiempo.
Pero a partir de ese momento algo cambió en su vida; en ella. El gato regresaba periódicamente con una nueva carta a la que ella respondía mientras iba creciendo en su interior algo parecido al entusiasmo. Empezó a esperar ansiosa al mensajero felino, a conocer a ese niño entre sus líneas, su caligrafía desgarbada, sus faltas de ortografía, y ambos se fueron desvelando el uno al otro sus respectivos mundo solitarios, encontrándose en los ojos del gato, intentando infundir un poco de esperanza en la vida del receptor de sus mensajes.
La voz tímida de un niño en un papel, la voz dulcificada de una anciana que le habla de su pasado y le cuenta cómo sacó fuerzas de la desesperación cuando una inundación arrasó su casa; cuando vio morir, con los años, a muchos de los que amaba; cuando el dinero no era nunca suficiente y empezó a temer al hambre. Después, recuperar un reloj; aprobar un examen; leer un libro; empezar a ahorrar dinero para esos patines que tanto deseó un día; escribir en un cuaderno los momentos felices del pasado.
Cada uno impulsaba al otro a dar pequeños pasos hacia la vida. Más tarde, el gran reto: llamar a esa hija con la que perdió contacto hace tanto tiempo, manteniéndola el orgullo en la distancia. Ya apenas recordaba el motivo; apenas importaba; pensaba que era demasiado tarde, demasiado absurdo. Y, sobre todo, el temor a la negativa, el miedo al rechazo.
Después, una insistencia terca que lleva a un pacto: "si la llamo tendrás que perderle el miedo al agua y aprender a nadar". Un triunfo compartido; una sonrisa sentida en la distancia; una alegría transformada en palabras. "He aprendido a nadar y, aunque no soy muy bueno en eso, sí que soy el más rápido de los patinadores. He conocido a unos chicos a los que les gusta hacer carreras". Una petición entusiasmada de alguien a quien no veía desde hacía mucho tiempo. "Mi hija quiere que pase el verano en su casa". Pequeños pasos hacia la vida. A veces grandes pasos. Entre cada carta, cada maullido del gato, cada logro aplaudido por el otro; hasta que, casi sin darse cuenta, la vida logró atraparlos por completo.