Autora: Ana Muñoz
Yo pasaba todos los días por aquél lugar, camino del trabajo y al atardecer, cuando mi monótona jornada laboral tocaba a su fin. Al principio, ni siquiera me di cuenta de que estaba ahí; lo vi sin verlo del todo, como solemos hacer la mayoría de las personas apresuradas que caminamos pendientes de un horario, con la mente fija en las preocupaciones diarias o en asuntos relacionados con el trabajo, sin darnos cuenta apenas de lo que está sucediendo a nuestro alrededor; sin importarnos si una extraña nube, redonda y brillante, se forma aislada en un cielo por lo demás despejado, en ese momento, en ese lugar, mientras una niña en una bicicleta cruza velozmente la carretera; mientras recordamos, sin saber porqué, la letra de una canción que canturreamos un instante sin ser conscientes de ello... Todo eso, en definitiva, que hace que un momento determinado sea único y especial y eche por tierra las absurdas ideas de eternos retornos que sólo pueden tener lugar en las vidas de aquellos para quienes no existen los pequeños detalles que hacen que cada día sea diferente a los demás, a pesar de estar saturado de la misma aburrida rutina.
Así pues, como iba diciendo, yo pasaba delante de aquel hombre dos veces al día sin prestarle la más mínima atención, hasta que una mañana escuché un estruendo que me hizo volver la cabeza hacia el lugar en el que se encontraba. Se trataba de un hombre alto, de aspecto atlético, con el pelo muy corto, vestido con un traje de chaqueta y una gabardina. Sus ropas habían sido alguna vez de calidad, pero al verlo se notaba que las había llevado puestas durante meses, o incluso años. A pesar de eso su apariencia era pulcra y aseada. Gritaba y gesticulaba increpando a unos peatones y diciéndoles que no volvieran a atreverse a poner un pie en su territorio y, mucho menos a tocar sus cajas.
- Estas son mis cajas - decía señalando unas viejas cajas de cartón vacías que había apilado ordenadamente en una esquina - y este es mi territorio - entonces señalaba un pequeño trozo de la acera -, y nadie pone un pie aquí ni toca mis cajas ni las mueve un solo centímetro, porque yo y sólo yo decido cómo se hacen las cosas en mi territorio.
Tras observar divertida aquella escena continué mi camino sin darle la más mínima importancia. Pero algo cambió a partir de ese momento. Durante los días sucesivos, cuando volvía a pasar junto a él, no podía dejar de sentir curiosidad y lo observaba atentamente tratando de entender qué se escondía detrás de esa extraña conducta, a la que desde el primer momento puse la etiqueta de locura. Por supuesto, este simple hecho de etiquetar un comportamiento con un nombre concreto sirve, la mayoría de las veces, para poder seguir ignorándolo y no perder el tiempo en tratar de entenderlo, pues no tenemos más que echar mano del estereotipo para responder a todas las posibles preguntas gastando un mínimo de nuestra energía cerebral pensante.
Sin embargo, aquél hombre extravagante despertó mi curiosidad dormida (casi extinguida) y en una refrescante vuelta a la infancia, me dediqué a espiar su comportamiento dispuesta a llegar a alguna conclusión; decidida, incluso, conforme mi curiosidad y mi entusiasmo se incrementaban, a hacer algunas preguntas a los vecinos y puede que también al propio sujeto de mi experimento, el hombre de las cajas, como decidí llamarlo.
Entonces ocurrió algo imprevisto; un suceso que me llenó de desilusión, apagó mi entusiasmo y me devolvió de lleno y cruelmente al mundo de los adultos de curiosidad empantanada: un nuevo directivo vino a sustituir a la persona que ocupaba su puesto hasta el momento. Lo primero que hizo tras sólo un par de semanas de trabajo y después de revisar unos informes que había pedido, fue convocar una reunión. Acudimos a ella no sin cierto temor, debido a su carácter de urgencia, que nos hacía pensar que algo no marchaba como debía. Y efectivamente, el directivo estaba enfadado.
- Esta es mi área de trabajo - dijo - y aquí soy yo quien dicta las normas y quien dice cómo tienen que hacerse las cosas, tanto las más importantes como las más insignificantes, ¿queda claro?
Supongo que no hace falta que diga que era un hombre alto, de aspecto atlético, con el pelo muy corto, un traje de chaqueta y una gabardina que había colgado en la percha al entrar. Todo muy nuevo, por supuesto.