Autora: Ana Muñoz


Cuando entró en la habitación las paredes se derrumbaron por completo. Tras el estruendo inicial quedó una calma inusual e inalterada. Ni siquiera una respiración jadeante, ni un ápice de miedo en su mirada, ni una pizca de asombro al ver el cielo negro sobre su cabeza, en el lugar donde debía estar el techo de su casa, en el tercer piso de un edifico de setenta plantas. Todo se había venido abajo menos su suelo, que quedó sostenido por altas y sólidas columnas de piedra y acero, emergiendo entre escombros como fantasmas. Entonces se sentó en el suelo. Vio llegar a las multitudes, la policía los bomberos... y siguió allí, sentada. Parecía contemplar el mundo a su alrededor como si también hubiera muerto. Porque ella sabía que estaba sentada sobre muertos; cientos de personas enterradas bajo los escombros; algunos, quizás, atrapados bajo ellos pidiendo socorro, muriendo en ese mismo momento, implorando jadeantes un poco de aire. Sintió mucha sed, como si de repente ni una gota de agua quedase en su cuerpo; una sed tan intensa que habría hecho sucumbir a cualquiera ante ella. Pero se limitó a sentirla y siguió allí, sentada sobre muertos. Le dolían los ojos y los huesos.

Sabe que ha pasado el tiempo porque el cielo no es ya de ese color tan negro. Se acerca ya el sol atravesando el horizonte. Ella le hubiera pedido que se diera prisa, que, por favor, fuera ese día más rápido que de costumbre. Pero no lo hace. Guarda silencio. Hace ya un buen rato que la gente la observa desde lejos, apiñada en los balcones de los edificios cercanos, donde los vecinos se han reunido en las terrazas con orientación más favorable. Se miran interrogantes, susurran comentarios llenos de extrañeza. "¿Creéis que estará viva?", dicen algunos. "Hay quien la vio moverse", responden otros.

Ella no se da cuenta. Ahora le duele el pecho. Le duele tanto que parece como si fuera a estallarle. Y así lo hace. Estalla y siente el estallido y sigue allí tras él, sentada, sin moverse, su pecho intacto, hecho añicos e intacto..., extrañamente... "Debería pensar, debería moverme o hacer algo". Observa fugazmente sus pensamientos, pero la razón no le obedece. Puede saber que está llorando porque siente sus lágrimas rodar hasta la comisura de sus labios. Sacian su sed, en parte. Siente un gran tristeza que se desvanece y sabe que ahora hay un muerto más en los escombros. Sonríe, porque por un instante siente una inmensa paz. Pero dura muy poco, porque su corazón decide desbocarse de repente y empezar a cantar al ritmo de tambores. Son tambores de guerra, piensa si querer, pero en realidad sabe que eso no es cierto. Entonces siente deseos de cantar ella también. Ignora el temor de que su voz tampoco quiera obedecer, deja salir el aire rozando su garganta, sostiene una vocal, un tarareo que el aire eleva hacia la noche dejándose posar primero en sus oídos... "mi voz"... Después una palabra, una frase inventada sin pensar, una canción guiada por el tam-tam insoportable del corazón... Insoportable porque duele; pero sonríe igual y canta su canción. Más fuerte, cada vez más fuerte hasta gritar. Se da cuenta. Están ahí, y sabe que es para ellos la canción. Por eso duele tanto; por eso grita más y todos se detienen a escucharla, hasta que deja de tener voz y se desmorona junto al suelo y las altas columnas que la sostuvieron... y ya no queda nada.

La gente guarda un silencio sepulcral. Están llorando la muerte de aquellos a los que amaron. Pero entonces empiezan todos a cantar lo mismo que ella cantara hace un instante. Escuchan las palabras salir de sus propios labios y reconocen un adiós, un te quiero, palabras de consuelo poco antes de partir. "Fuiste tú", le dicen todos al cuerpo inerte que saben que pronto contemplarán. "Fuiste tú"... "paraste el tiempo para decirme adiós".