La vida toda no es más que interrogaciones hechas de forma que llevan en sí el germen de la respuesta, y respuestas cargadas de interrogaciones. El que vea en ella algo más es un loco.
GUSTAV MEYRINCK, Golem
Antes de abordar la segunda parte de este libro, en la que tratamos de descifrar el significado de los síntomas más frecuentes, deseamos decir algo sobre el método de la interrogación profunda. No es nuestro propósito producir un manual de consulta en el que uno pueda buscar su síntoma, para ver lo que significa, para, a continuación, mover la cabeza en señal de asentimiento o de negación. Quien utilizara el libro de este modo demostraría no haberlo entendido. Nuestro objetivo es transmitir una determinada manera de ver y de pensar que permita al lector ver la enfermedad propia y la de sus semejantes de modo distinto a como la ha visto hasta ahora.
Para ello, antes hay que imponerse de determinadas condiciones y técnicas, ya que la mayoría de las personas no han aprendido a manejar analogías y símbolos. Se ha dado, pues, especial relieve a los ejemplos concretos de la segunda parte, los cuales deben desarrollar en el lector la facultad de pensar y ver de este modo nuevo. Sólo el desarrollo de la propia facultad de interpretación reporta beneficio, ya que la interpretación convencional, en el mejor de los casos, sólo proporciona el marco de referencia pero nunca puede adaptarse totalmente al caso individual. Aquí ocurre lo que con la interpretación de los sueños: hay que utilizar el libro de claves para aprender a interpretarlos, no para buscar el significado de los sueños propios.
Por esta razón, tampoco la segunda parte pretende ser completa, a pesar de que nos hemos esforzado por tomar en consideración y abarcar con nuestras explicaciones todos los ámbitos corporales, a fin de que el lector pueda examinar su síntoma concreto. Después de tratar de sentar una base filosófica, en este último capítulo de la parte teórica se ofrecen unas normas básicas para la interpretación de los síntomas. Es la herramienta que, con un poco de práctica, permitirá al interesado interrogar en profundidad los síntomas de modo coherente.
La causalidad en la medicina
El problema de la causalidad tiene tanta importancia para nuestro tema porque tanto la medicina académica como la naturista, la psicología como la sociología tratan de averiguar las causas reales y auténticas de los síntomas de la enfermedad y traer la salud al mundo mediante la eliminación de tales causas. Así, unos indagan en los agentes patógenos y la contaminación ambiental y los otros en los traumas de la primera infancia, los métodos educativos o las condiciones del lugar de trabajo. Desde el contenido de plomo del aire hasta la propia sociedad, nada ni nadie está a salvo de ser utilizado como causa de enfermedad.
Nosotros, empero, consideramos la búsqueda de las causas de la enfermedad el callejón sin salida de la medicina y la psicología. Desde luego, mientras se busquen causas no dejarán de encontrarse, pero la fe en el concepto causal impide ver que las causas halladas sólo son resultado de las propias expectativas. En realidad, todas las causas (Ursachen) no son sino cosas (Sachen) como tantas otras cosas. El concepto de la causa sólo se mantiene medianamente porque, en un punto determinado, uno deja de preguntar por la causa. Por ejemplo, se puede hallar la causa de una infección en unos determinados gérmenes, lo cual acarrea la pregunta de por qué estos gérmenes han provocado la infección en un caso específico. La causa puede hallarse en una disminución de las defensas del organismo, lo cual, a su vez, plantea el interrogante de cuál pudo ser la causa de esta disminución de las defensas. El juego puede prolongarse indefinidamente, ya que incluso cuando, en la búsqueda de causas, se llega al «Big Bang» siempre quedará la pregunta de cuál pudo ser la causa de aquella primera explosión. . .
Por lo tanto, en la práctica se opta por parar en un punto determinado y hacer como si el mundo empezara en este punto. Uno se escuda en frases convencionales como «locus minoris resistentiae», «factor hereditario», «debilidad orgánica» y conceptos similares cargados de significado. Pero, ¿de dónde sacamos la justificación para elevar a «causa» un eslabón cualquiera de una cadena? Es una falta de sinceridad hablar de una causa o de una terapéutica causal, ya que, como hemos visto, el concepto causal no permite el descubrimiento de una causa.
Más acertado sería trabajar con el concepto causal bipolar del que hablábamos al principio de nuestras consideraciones sobre la causalidad. Desde este punto de vista, una enfermedad estaría determinada desde dos direcciones, es decir, desde el pasado y también desde el futuro. Con este modelo, la finalidad tendría un determinado cuadro sintomático y la causalidad actuante (efficiens) aportaría los medios materiales y corporales necesarios para realizar el cuadro final. Con esta óptica, se vería ese segundo aspecto de la enfermedad que, en la habitual consideración unilateral, se pierde por completo: el propósito de la enfermedad y, por consiguiente, la significación del hecho. Una frase no está determinada por el papel, la tinta, las máquinas de imprenta, los signos de escritura, etc., sino también y ante todo por el propósito de transmitir una información.
No tiene por que ser tan difícil comprender cómo, por la reducción a procesos materiales o a las condiciones del pasado, puede perderse lo esencial y fundamental. Cada manifestación posee forma y también contenido, consiste en unas partes y también en una figura que es más que la suma de las partes. Cada manifestación es determinada por el pasado y también por el futuro. La enfermedad no es excepción. Detrás de un síntoma hay un propósito, un fondo que, para adquirir formas, tiene que utilizar las posibilidades existentes. Por ello, una enfermedad puede utilizar como causa todas las causas imaginables.
Hasta ahora, el método de trabajo de la medicina ha fracasado. La medicina cree que eliminando las causas podrá hacer imposible la enfermedad, sin contar con que la enfermedad es tan flexible que puede buscar y hallar nuevas causas para seguir manifestándose. La cosa es muy simple: por ejemplo, si alguien tiene el propósito de construir una casa, no podremos impedírselo quitándole los ladrillos: la hará de madera. Desde luego, la solución podría ser quitarle todos los materiales de construcción imaginables, pero en el campo de la enfermedad esto tiene sus dificultades. Habríamos de quitar al paciente todo el cuerpo, para asegurarnos que la enfermedad no encuentra más causas.
Este libro trata de las causas finales de la enfermedad y pretende completar la óptica unilateral y funcional aportando el segundo polo que le falta. Queremos dejar claro que nosotros no negamos la existencia de los procesos materiales estudiados y descritos por la medicina, pero rebatimos con toda energía la afirmación de que únicamente estos procesos son las causas de la enfermedad.
Como queda expuesto, la enfermedad tiene un propósito y una finalidad que nosotros hemos descrito hasta ahora, en su forma más general y absoluta, con el término de curación en el sentido de adquirir la unidad. Si dividimos la enfermedad en sus múltiples formas de expresión sintomática que representan todos los pasos hasta el objetivo, se puede interrogar con profundidad cada síntoma, para averiguar cuál es su propósito y qué información posee, y saber qué paso es el que procede dar en cada momento. Esta pregunta puede y debe hacerse para cada síntoma y no puede descartarse invocando el origen funcional. Siempre se encuentran condiciones funcionales, pero precisamente por ello también se encuentra siempre un significado esencial.
Por lo tanto, la primera diferencia entre nuestro enfoque y la psicosomática clásica consiste en la renuncia a una selección de los síntomas. Para nosotros cada síntoma tiene su significado y no admitimos excepciones. La segunda diferencia es la renuncia al modelo causal utilizado por la psicosomática clásica, orientado al pasado. Que la causa de un trastorno se atribuya a un bacilo o a una madre perversa es secundario. El modelo psicosomático no está resuelto, por el error fundamental que supone utilizar un concepto causal unipolar. A nosotros no nos interesan las causas del pasado, porque, como hemos visto, hay todas las que uno quiera, y todas son importantes o intrascendentes por igual. Nuestro punto de vista puede describirse bien con la «causalidad final», bien, o mejor, con el concepto intemporal de la analogía.
El hombre posee un ser independiente del tiempo que, desde luego, tiene que ser realizado y asumido conscientemente en el transcurso del tiempo. A este modelo interior se llama el ser. La trayectoria vital del individuo es el camino que debe recorrer hasta encontrar este ser que es símbolo del todo. El hombre necesita «tiempo» para encontrar esta totalidad, y, no obstante, está ahí desde el principio. Precisamente aquí reside la ilusión del tiempo: el individuo necesita tiempo para encontrar lo que siempre ha sido. (Cuando algo resulte difícil de entender, hay que volver a los ejemplos tangibles: en un libro está toda la novela a la vez, pero el lector necesita tiempo para enterarse de toda la acción que ha estado ahí desde el principio). Llamamos a este proceso «evolución». La evolución es la realización consciente de un modelo que ha existido siempre (es decir, intemporal). En este camino hacia el conocimiento de uno mismo, continuamente surgen obstáculos y espejismos o—dicho de otro modo—uno no puede o no quiere ver una parte determinada del modelo. A estos aspectos no asumidos, los llamamos la «sombra». La sombra denota su presencia y se realiza por medio del síntoma de la enfermedad. Para poder comprender el significado de un síntoma no se necesita en modo alguno el concepto del tiempo o del pasado. La búsqueda de las causas en el pasado viene determinada por la información propia, ya que, por medio de la proyección de la culpa, uno traslada la propia responsabilidad a la causa.
Si interrogamos a un síntoma acerca de su significado, la respuesta hace visible una parte de nuestro propio esquema. Si indagamos en nuestro pasado, naturalmente también en él hallamos las diversas formas de expresión de este esquema. Con esto no debe montarse uno una causalidad: son más bien formas de expresión paralelas, adecuadas al momento, de una misma problemática. Para experimentar sus problemas, el niño necesita padres, hermanos y maestros, y el adulto, pareja, hijos y compañeros de trabajo. Las condiciones externas no ponen enfermo a nadie, pero el ser humano utiliza todas las posibilidades y las pone al servicio de su enfermedad. Es el enfermo el que convierte las cosas (Sachen) en causas (Ur-sachen).
El enfermo es verdugo y víctima a la vez y sólo sufre por su propia inconsciencia. Esta afirmación no es un juicio de valor, pues sólo el «iluminado» carece de sombra, sino que tiene por objeto proteger al ser humano de la aberración de sentirse víctima de unas circunstancias cualesquiera, ya que con ello el enfermo se roba a sí mismo la posibilidad de transformación. Ni los bacilos ni las radiaciones provocan la enfermedad, sino que el ser humano los utiliza como medios para realizar su enfermedad. (La misma frase, aplicada a otro plano, suena mucho más natural: ni los colores ni el lienzo hacen el cuadro sino que el artista los utiliza como medios para realizar su pintura.)
Después de todo lo dicho, debería ser posible poner en práctica la primera regla básica para la interpretación de los cuadros patológicos de la Segunda Parte.
1ra. regla: en la interpretación de los síntomas, renunciar a las aparentes relaciones causales en el plano funcional. Estas siempre se encuentran y su existencia no se discute. Sin embargo, no son aptas para la interpretación de un síntoma. Nosotros interpretamos el síntoma únicamente en su manifestación cualitativa y subjetiva. Las cadenas causales fisiológicas, morfológicas, químicas, nerviosas, etc., que puedan utilizarse para la realización del síntoma son indiferentes para la explicación de su significado. Para reconocer una sustancia sólo importa que algo es y cómo es, no por qué es.
La causalidad temporal de la sintomatología
A pesar de que, para nuestras preguntas, el pasado carece de importancia, sí es importante y revelador el momento en el que se manifiesta el síntoma. El momento exacto en el que aparece un síntoma puede aportar información trascendental sobre la índole de los problemas que se manifiestan en el síntoma. Todos los sucesos que discurren sincrónicamente a la aparición de un síntoma forman el marco de la sintomatología y deben ser considerados en su conjunto.
Para ello, no sólo hay que contemplar hechos externos sino también y ante todo examinar procesos internos. ¿Qué pensamientos, temas y fantasías ocupaban al individuo cuando se presentó el síntoma? ¿Cuál era su ánimo? ¿Se habían producido noticias o cambios trascendentales en su vida? Con frecuencia, precisamente los hechos calificados de triviales e insignificantes resultan importantes. Puesto que con el síntoma se manifiesta una zona reprimida, todos los hechos relacionados con él también habrán sido desechados y minusvalorados.
En general, no se trata de las grandes cosas de la vida de las que se ocupa el individuo conscientemente. Las cosas cotidianas, pequeñas e insignificantes suelen revelar las zonas conflictivas reprimidas. Síntomas agudos como resfriado, mareo, diarrea, ardor de estómago, dolor de cabeza, heridas y similares, son muy sensibles al factor tiempo. Merece la pena tratar de recordar lo que uno hacía, pensaba o imaginaba en aquel momento. Cuando uno se hace la pregunta, bueno será que considere la primera idea que le venga a la cabeza y no se precipite a desecharla por incongruente.
Ello requiere práctica y mucha sinceridad consigo mismo o, mejor dicho, desconfianza consigo mismo. El que se precie de conocerse bien y de saber inmediatamente lo que es válido y lo que no lo es, nunca podrá anotarse grandes éxitos en el campo del autoconocimiento. El que, por el contrario, parte de la idea de que cualquier animal de la calle lo conoce mejor de lo que él se conoce, va por buen camino.
2da. regla: analizar el momento de la aparición de un síntoma. Indagar en la situación personal, pensamientos, fantasías, sueños, acontecimientos y noticias que sitúan el síntoma en el tiempo.
Analogía y simbolismo del síntoma
Ahora llegamos a la técnica de la interpretación propiamente dicha, la cual no es fácil exponer y enseñar con palabras. Primariamente, es necesario dominar el lenguaje y aprender a escuchar. La palabra es un medio portentoso para descubrir temas profundos e invisibles.
La palabra posee su propia sabiduría que sólo comunica a quien sabe escuchar. Nuestra época tiende a utilizar la palabra descuidada y arbitrariamente con lo que ha perdido el acceso al verdadero significado de los conceptos. Dado que también la palabra se inscribe en la polaridad, es polivalente, ambigua. Casi todos los conceptos se mueven en varios planos a la vez. Por lo tanto, tenemos que recuperar la facultad de percibir la palabra en todos sus planos al mismo tiempo.
Casi todas las frases que aparecen en la Segunda Parte de este libro se refieren, por lo menos, a dos planos; si alguna parece trivial será porque se ha pasado por alto el segundo plano, su doble significado. Para llamar la atención sobre los pasajes importantes, hemos utilizado la cursiva y el guión. No obstante, en definitiva, todo depende de la sensibilidad de cada cual para la palabra. El buen oído para la palabra es como el buen oído para la música: no se adquiere, aunque, en cierta medida, puede ejercitarse.
Nuestro lenguaje es psicosomático. Casi todas las frases y palabras con las que expresamos estados físicos están extraídas de experiencias corporales. El individuo sólo puede comprender lo que le resulta aprehensible. Esto nos daría tema para una extensa disertación que puede sintetizarse así: el ser humano, para cada experiencia y cada paso de su conciencia, ha de utilizar el camino del cuerpo. Al ser humano le es imposible asumir conscientemente los principios que no hayan descendido a lo corporal. Lo corporal nos impone una tremenda vinculación que habitualmente nos causa miedo, pero sin esta vinculación no podemos establecer contacto con el principio. Este razonamiento conduce también al reconocimiento de que no se puede proteger al hombre de la enfermedad.
Pero volvamos al significado del lenguaje para nuestro tema. El que ha aprendido a percibir la ambivalencia psicosomática del lenguaje comprueba que el enfermo, al hablar de sus síntomas corporales, suele describir un problema psíquico: éste tiene tan mal la vista que no puede ver las cosas claras —el otro sufre un resfriado y está hasta las narices—, el de más allá no puede agacharse porque está agarrotado —otro ya no traga más—, hay quien no oye nada, y quien, del picor, se arrancaría la piel. Uno no puede sino escuchar, mover la cabeza y comprobar: «¡La enfermedad nos hace sinceros!» (Con el empleo del latín para designar las enfermedades, la medicina académica ha procurado hábilmente impedir que las palabras nos revelen esta relación esencial.)
En todos estos casos, el cuerpo tiene que experimentar lo que el individuo no ha asumido con la mente. Por ejemplo, una persona no se atreve a reconocer que en realidad está deseando arrancarse la piel, o sea, romper la envoltura de lo cotidiano, y el deseo inconsciente, a fin de darse a conocer, se plasma en el cuerpo, utilizando como síntoma una erupción. Con la erupción como pretexto, el individuo se atreve al fin a expresar en voz alta su deseo: «¡Me arrancaría la piel!» Y es que ahora ya tiene una causa física y esto es algo que hoy en día todo el mundo se toma en serio. O el caso de la empleada que no se atreve a reconocer ni ante sí misma ni ante el jefe que está hasta las narices y que le gustaría quedarse en casa un par de días; trasladada al terreno físico, no obstante, la congestión nasal se acepta sin dificultad y conduce al resultado apetecido.
Además de captar el doble significado del lenguaje también es importante poseer la facultad del pensamiento analógico. La ambivalencia del lenguaje se basa en la analogía. Por ejemplo, si se dice de un hombre que no tiene corazón, a nadie se le ocurrirá suponer que le falta ese órgano, como tampoco tomará al pie de la letra la recomendación de andarse con todo. Son expresiones que utilizamos en sentido analógico, utilizando algo concreto en representación de un principio abstracto. Al decir que no tiene corazón aludimos a la falta de una cualidad que, en virtud de un simbolismo arquetípico, siempre se ha relacionado analógicamente con el corazón. El mismo principio se representa también con el sol o con el oro.
El pensamiento analógico exige la facultad de la abstracción, porque hay que reconocer en lo concreto el principio que en él se expresa y trasladarlo a otro plano. Por ejemplo, la piel desempeña en el cuerpo humano, entre otras, las función de envoltura y barrera respecto al exterior. Si alguien quiere arrancarse la piel es que quiere saltar una barrera. Por lo tanto, existe una analogía entre la piel y, pongamos por caso, unas normas que tienen en el plano psíquico la misma función que la piel en el somático. Cuando damos a la piel la equivalencia de unas normas no estamos atribuyéndole una identidad ni estableciendo una relación causal sino que nos referimos a la analogía del principio. Así, como veremos más adelante, las toxinas acumuladas en el cuerpo son indicio de conflictos en la mente. Esta analogía no significa que los conflictos produzcan toxinas ni que las toxinas creen conflictos. Unas y otros son manifestaciones análogas en planos diversos.
Ni la mente genera síntomas corporales ni los procesos corporales determinan alteraciones psíquicas. Sin embargo, en cada plano encontramos siempre el modelo análogo. Todos los elementos contenidos en la mente tienen su contrapartida en el cuerpo y viceversa. En este sentido, todo es síntoma. La afición al paseo o la posesión de labios finos tienen tanta calidad de síntoma como unas amígdalas purulentas. (Véase el procedimiento del anamnesis utilizado por la homeopatía.) Los síntomas se diferencian únicamente en la valoración subjetiva que su poseedor les atribuye. A fin de cuentas, son el repudio y la resistencia los que convierten un síntoma cualquiera en síntomas de enfermedad. La resistencia nos revela también que un determinado síntoma es expresión de una zona de la sombra, porque todos aquellos síntomas que expresan nuestra alma consciente nos son queridos y los defendemos como expresión de nuestra personalidad.
La vieja pregunta acerca del límite entre sano y enfermo, normal y anormal sólo puede contestarse desde la valoración subjetiva, o no puede contestarse en absoluto. Cuando examinamos síntomas corporales y los explicamos psicológicamente, en primer lugar instamos al individuo a dirigir su mirada hacia un terreno hasta ahora inexplorado, para comprobar que así es. Lo que se manifiesta en el cuerpo está también en el alma: así abajo como arriba. No se trata de modificar o eliminar algo inmediatamente sino todo lo contrario: hay que aceptar lo que hemos visto, ya que una negación volvería a relegar esta zona a la sombra.
Sólo la reflexión nos hace conscientes: si la ampliación de la conciencia produce automáticamente una modificación subjetiva, ¡fantástico! Pero todo propósito de modificar algo produce el efecto contrario. El propósito de dormirse enseguida es el medio más seguro para permanecer despierto; olvidamos el propósito y el sueño viene solo. La falta de propósito representa aquí el exacto punto intermedio entre el deseo de evitar y el de incitar. Es la calma del punto intermedio lo que permite que suceda algo nuevo. El que combate o persigue nunca alcanza su objetivo. Si, en nuestra interpretación de los cuadros clínicos, alguien percibe un tono peyorativo o negativo, ello es indicio de que la propia valoración le cohíbe. Ni las palabras ni las cosas, ni los hechos pueden ser buenos o malos, positivos o negativos por sí mismos; la valoración se produce sólo en el observador.
Por consiguiente, en nuestro tema es grande el peligro de incurrir en semejantes equívocos, ya que en los síntomas de las enfermedades se manifiestan todos los principios que son valorados muy negativamente, tanto por el individuo como por la colectividad, lo que impide que sean vividos y vistos conscientemente. Por consiguiente, con frecuencia tropezamos con los temas de la agresividad y la sexualidad, los cuales, en el proceso de adaptación a las normas y escalas de valores de una comunidad, suelen ser víctimas fáciles de la represión y tienen que buscar su realización por caminos secretos. La indicación de que detrás de un síntoma hay pura agresividad no es en modo alguno una acusación sino la clave que permitirá descubrir y reconocer en uno mismo esta actitud. Al que pregunte con espanto qué horrores no ocurrirían si la gente no se reprimiera debe bastarle saber que la agresividad también está ahí aunque no la miremos y que no por mirarla se hará mayor ni peor. Mientras la agresividad (o cualquier otro impulso) permanece en la sombra se sustrae a la conciencia y esto es lo que la hace peligrosa.
Para poder seguir nuestras explicaciones debidamente, hay que distanciarse de las valoraciones habituales. Al mismo tiempo, es conveniente sustituir un pensamiento excesivamente analítico y racional por un pensamiento plástico, simbólico y analógico. Los conceptos y asociaciones idiomáticas nos permiten captar la imagen con más rapidez que un razonamiento árido. Son las facultades del hemisferio derecho las más aptas para descubrir el significado de los cuadros de la enfermedad.
3ª. regla: hacer abstracción del síntoma convirtiéndolo en principio y trasladarlo al plano psíquico. Escuchar con atención las expresiones idiomáticas, las cuales pueden servirnos de clave, ya que nuestro lenguaje es psicosomático.
Las consecuencias obligadas
Casi todos los síntomas nos obligan a cambios de conducta que se clasifican en dos grupos: por un lado, los síntomas nos impiden hacer las cosas que nos gustaría hacer y, por otro lado, nos obligan a hacer lo que no queremos hacer. Una gripe, por ejemplo, nos impide aceptar una invitación y nos obliga a quedarnos en la cama. Una fractura de una pierna nos impide hacer deporte y nos obliga a descansar. Si atribuimos a la enfermedad propósito y sentido, precisamente los cambios impuestos en la conducta nos permiten sacar buenas conclusiones acerca del propósito del síntoma. Un cambio de conducta obligado es una rectificación obligada y debe ser tomado en serio. El enfermo suele oponer tanta resistencia a los cambios obligados de su forma de vida que en la mayor parte de los casos trata por todos los medios de neutralizar la rectificación lo antes posible, y seguir su camino, impertérrito.
Nosotros, por el contrario, consideramos importante dejarse trastornar por el trastorno. Un síntoma no hace sino corregir desequilibrios: el hiperactivo es obligado a descansar, el superdinámico es inmovilizado, el comunicativo es silenciado. El síntoma activa el polo rechazado. Tenemos que prestar atención a esta intimación, renunciar voluntariamente a lo que se nos arrebata y aceptar de buen grado lo que se nos impone. La enfermedad siempre es una crisis y toda crisis exige una evolución. Todo intento de recuperar el estado de antes de una enfermedad es prueba de ingenuidad o de tontería. La enfermedad quiere conducirnos a zonas nuevas, desconocidas y no vividas; cuando, consciente y voluntariamente, atendemos este llamamiento damos sentido a la crisis.
4ª. regla: las dos preguntas: «¿Qué me impide este síntoma?» y «¿Qué me impone este síntoma?», suelen revelar rápidamente el tema central de la enfermedad.
Equivalencia de síntomas contradictorios
Al tratar de la polaridad vimos que detrás de cada llamado par de contrarios hay una unidad. También en torno a un tema común puede girar una sintomatología contradictoria. Por consiguiente, no es un contrasentido que tanto en el estreñimiento como en la diarrea encontramos como tema central el mandato de «desconectarse». Detrás de la presión sanguínea muy alta o muy baja encontraremos la huida de los conflictos. Al igual que la alegría puede manifestarse tanto con la risa como con el llanto y el miedo unas veces paraliza y otras hace salir corriendo, cada tema tiene la posibilidad de manifestarse en síntomas aparentemente contrarios.
Hay que señalar que, aunque se viva con especial intensidad un tema determinado, ello no quiere decir que el individuo no haya de tener problema con ese tema ni que lo haya asumido conscientemente. Una gran agresividad no significa que el individuo no tenga miedo, ni una sexualidad exuberante, que no padezca problemas sexuales. También aquí se impone la óptica bipolar. Cada extremo apunta con bastante precisión a un problema. Tanto a los tímidos como a los bravucones les falta seguridad en sí mismos. El apocado y el fanfarrón tienen miedo. El término medio es el ideal. Si de algún modo se alude a un tema, ello significa que en él hay algo por resolver.
Un tema o un problema puede manifestarse a través de diversos órganos y sistemas. No hay ley que obligue a un tema a elegir un síntoma determinado para realizarse. Esta flexibilidad en la elección de las formas determina el éxito o el fracaso en la lucha contra el síntoma. Desde luego, se puede combatir y prevenir un síntoma por medios funcionales, pero en tal caso el problema elegirá a otra forma de manifestación: es el llamado desplazamiento del síntoma. Por ejemplo, el problema del hombre sometido a tensión puede manifestarse tanto por hipertensión, hipertonía muscular, glaucoma, abscesos, etc., como por la tendencia a someter a tensión a los que le rodean.
Si bien cada variante tiene una coloración especial, todos los síntomas expresan el mismo tema básico. Quien observe detenidamente el historial clínico de una persona desde este punto de vista, rápidamente hallará el hilo conductor que, generalmente, habrá pasado por alto al enfermo.
Etapas de escalada
Si bien un síntoma hace completo al ser humano al realizar en el cuerpo lo que falta en la conciencia, es posible que este proceso no resuelva el problema definitivamente. Porque el ser humano sigue estando mentalmente incompleto hasta que ha asimilado la sombra. Para ello el síntoma corporal es un proceso necesario pero nunca la solución. El hombre sólo puede aprender, madurar, sentir y experimentar con la conciencia. Aunque el cuerpo es una condición necesaria para esta experiencia, hay que reconocer que el proceso de aprehensión y tratamiento se produce en la mente.
Por ejemplo, el dolor lo sentimos exclusivamente en la mente, no en el cuerpo. También en este caso, el cuerpo sólo sirve de medio para transmitir una experiencia en este plano (...el dolor fantasma* demuestra que tampoco es imprescindible el cuerpo). Nos parece importante, a pesar de la íntima relación existente entre la mente y el cuerpo, mantener perfectamente separados uno de otro, para comprender debidamente el proceso de aprendizaje por la enfermedad. Hablando gráficamente, el cuerpo es un lugar en el que un proceso que viene de arriba llega al punto más bajo y da la vuelta para volver a subir. Una pelota que cae necesita tropezar con la resistencia de un suelo material en el que rebotar hacia arriba. Si mantenemos esta «analogía arriba–abajo» los procesos mentales descienden a lo corporal para realizar aquí su giro y poder volver a subir a la esfera de la mente.
Todo principio arquetípico tiene que condensarse hasta la encarnación y plasmación material para poder ser vivido y aprehendido por el ser humano. Pero, al vivirlo, abandonamos nuevamente el plano material y corporal y nos elevamos a lo mental. El aprendizaje consciente, por un lado, justifica una manifestación y, por el otro, la hace innecesaria. Esto, aplicado a la enfermedad, significa que un síntoma no puede resolver el problema en el plano corporal sino sólo proporcionar el medio para realizar un aprendizaje.
Todo lo que pasa en el cuerpo da experiencia. Hasta qué punto de la conciencia llegará la experiencia en cada caso no puede predecirse. Aquí rigen las mismas leyes que en todo proceso de aprendizaje. Por ejemplo, un niño, con cada cuenta que hace, aprende algo, pero no se sabe cuándo llegará a captar el principio matemático del cálculo. Hasta que lo capte, cada cuenta le hará sufrir un poco. Sólo la captación del principio (fondo) despoja la cuenta (forma) de su carácter doloroso. Análogamente, cada síntoma es un llamamiento a ver y comprender el problema de fondo. Si esto no se consigue porque uno, por ejemplo, no ve lo que hay más allá de la proyección y considera el síntoma como un trastorno fortuito de carácter funcional, las llamadas a la comprensión no sólo continuarán sino que se harán más perentorias. A esta progresión que va desde la suave sugerencia hasta la más severa presión lo llamamos fases de escalada. A cada fase, aumenta la intensidad con la que el destino incita al ser humano a cuestionarse su habitual visión y asumir conscientemente algo que hasta ahora mantenía reprimido. Cuanto mayor es la propia resistencia, mayor será la presión del síntoma.
A continuación desglosamos la escalada en siete etapas. Con esta división no pretendemos fijar un sistema absoluto y rígido sino exponer sinópticamente la idea de la escalada:
1. Presión psíquica (pensamientos, deseos, fantasías);
2. Trastornos funcionales;
3. Trastornos físicos agudos (inflamaciones, heridas
pequeños accidentes);
4. Afecciones crónicas;
5. Procesos incurables, alteraciones orgánicas, cáncer;
6. Muerte (por enfermedad o accidente);
7. Defectos o trastornos congénitos (karma).
*Se llama dolor fantasma al que siente un amputado en el miembro que ya no tiene.
Antes de que un problema se manifieste en el cuerpo como síntoma, se anuncia en la mente como tema, idea, deseo o fantasía. Cuanto más abierto y receptivo sea un individuo a los impulsos del inconsciente y cuanto más dispuesto está a dar expansión a estos impulsos tanto más dinámica (y heterodoxa) será la trayectoria vital del individuo. Ahora bien, el que se atiene a unas ideas y normas bien definidas no puede permitirse ceder a impulsos del inconsciente que ponen en entredicho el pasado y sugieren nuevas prioridades. Por lo tanto, este individuo enterrará la fuente de la que suelen brotar los impulsos y vivirá convencido de que «eso no va con él».
Este empeño de insensibilizarse en lo psíquico provoca la primera fase de la escalada: uno empieza a tener un síntoma pequeño, inofensivo, pero persistente. Con ello se ha realizado un impulso, a pesar de que se pretendía evitar su realización. Porque también el impulso psíquico tiene que ser realizado, es decir, vivido, para descender a lo material. Si esta realización no es admitida voluntariamente, se producirá de todos modos, a través de los síntomas. En este punto se puede advertir la validez de la regla que dice que todo impulso al que se niegue la integración volverá a nosotros aparentemente desde fuera.
Después de los trastornos funcionales a los que, tras la resistencia inicial, el individuo se resigna, aparecen los síntomas de inflamación aguda que pueden instalarse casi en cualquier parte del cuerpo, según el problema. El profano reconoce fácilmente estas afecciones por el sufijo «–itis». Toda enfermedad inflamatoria es una clara incitación a comprender algo y pretende —como explicamos extensamente en la Segunda Parte— hacer visible un conflicto ignorado. Si no lo consigue —al fin y al cabo, nuestro mundo es enemigo no sólo de los conflictos sino también de las infecciones— las inflamaciones agudas adquieren carácter crónico («–osis»). El que desoye la incitación a cambiar, se carga con un acompañante inoportuno decidido a no abandonarle en mucho tiempo. Los procesos crónicos suelen acarrear alteraciones irreversibles calificadas de enfermedades incurables.
Este proceso, más tarde o más temprano, conduce a la muerte. A esto podrá aducirse que la vida acaba siempre en la muerte y, por lo tanto, la muerte no puede considerarse una fase de la escalada. Pero no hay que pasar por alto que la muerte siempre es una mensajera, dado que recuerda inequívocamente a los humanos la simple verdad de que toda la existencia material tiene principio y final y que, por lo tanto, es insensato aferrarse a ella. El mensaje de la muerte siempre es el mismo: ¡Libérate! ¡Libérate de la ilusión del tiempo y libérate de la ilusión del yo! La muerte es síntoma en tanto que expresión de la polaridad y, como todo síntoma, se cura con la consecución de la unidad.
Con el último paso de la escalada, el de los defectos o trastornos congénitos, se cierra el círculo. Porque todo lo que el individuo no haya comprendido antes de su muerte, será un problema que gravará su conciencia en la siguiente encarnación. Con esto tocamos un tema que todavía no ha adquirido carta de naturaleza en nuestra cultura. Desde luego, éste no es lugar adecuado para discutir acerca de la doctrina de la reencarnación, pero hemos de reconocer que nosotros creemos en ella, ya que, de lo contrario, en algunos casos, nuestra explicación de la enfermedad y la curación no sería coherente. Porque a muchos les parece que el concepto de los síntomas de la enfermedad no es aplicable a las enfermedades infantiles ni, por descontado, a las afecciones congénitas.
La doctrina de la reencarnación puede ser la explicación. Desde luego, existe el peligro de que se nos ocurra buscar en vidas anteriores las «causas» de la enfermedad actual, empeño no menos descabellado que el de buscarlas en esta vida. Ya hemos visto, no obstante, que nuestra conciencia precisa la noción de linealidad y tiempo para observar los procesos en el plano de la existencia polar. Por consiguiente, también la idea de una «vida anterior» es un método necesario y consecuente para contemplar el camino que ha de recorrer la conciencia en su aprendizaje.
Por ejemplo: un individuo se despierta una mañana cualquiera y decide programar a su antojo el nuevo día. Ajeno a este propósito, el recaudador de impuestos se presenta a primera hora de la mañana a cobrar, a pesar de que ese día nuestro hombre no ha hecho ninguna transacción comercial. La medida en que esta visita sorprenda a nuestro hombre dependerá de su disposición a responder por los días, meses y años que han precedido a este día o quiera circunscribirse únicamente al día de hoy. En el primer caso, la visita del recaudador no le causará extrañeza, como tampoco se asombrará de su configuración corporal ni otras circunstancias que acompañan al nuevo día. Él comprenderá que no puede construir el nuevo día a su antojo, puesto que existe una continuidad que, a pesar de la interrupción de la noche y el sueño, se mantiene en este nuevo día. Si nuestro hombre considerara la interrupción producida por la noche como justificación para identificarse sólo con el nuevo día y desentenderse del pasado, las mencionadas manifestaciones tendrían que parecerle grandes injusticias y obstáculos fortuitos y arbitrarios para sus propósitos.
Sustitúyase en este ejemplo el día por una vida y la noche por la muerte y se apreciará la diferencia entre la filosofía de la vida que reconoce la reencarnación y la que la niega. La reencarnación aumenta la dimensión del ámbito contemplado, ensancha el panorama y, por lo tanto, hace más perceptible el esquema. Ahora bien, si, como suele ocurrir, la reencarnación se utiliza sólo para proyectar hacia atrás las causas aparentes, se hace de ella un mal uso. Pero cuando el ser humano comprende que esta vida no es sino un fragmento minúsculo de su camino de aprendizaje, le resulta más fácil reconocer como justas y naturales las distintas posiciones en las que cada cual viene al mundo que si cree que cada vida se produce como una existencia única por la combinación casual de unos procesos genéticos.
Para nuestro tema bastará comprender que el ser humano viene al mundo con un cuerpo nuevo pero con una conciencia vieja. El conocimiento que trae es fruto del aprendizaje realizado. El ser humano trae también sus problemas específicos y utiliza el entorno para plantearlos y dirimirlos. El problema no se produce bruscamente en esta vida sino que sólo se manifiesta.
Desde luego, los problemas tampoco se produjeron en anteriores encarnaciones, ya que los problemas y conflictos son, como la culpa y el pecado, formas de expresión irrenunciables de la polaridad y, por lo tanto, vienen dados. En una exhortación esotérica encontramos la frase: «La culpa es la imperfección de la fruta no madurada.» Un niño está tan sumido en problemas y conflictos como un adulto. Desde luego, los niños suelen tener un mejor contacto con el inconsciente y, por lo tanto, poseen el valor de realizar espontáneamente los impulsos, siempre que «las personas mayores que saben lo que les conviene» se lo permitan. Con la edad suele aumentar la separación respecto al inconsciente y también la petrificación en las propias normas y mentiras, con lo cual aumenta también la vulnerabilidad a los síntomas de enfermedad. Y es que, fundamentalmente, todo ser vivo que participa en la polaridad está incompleto, es decir, enfermo.
Lo mismo puede decirse de los animales. También aquí se muestra claramente la correlación entre la enfermedad y formación de la sombra. Cuanto menor la diferenciación y, por lo tanto, la vinculación a la polaridad, menor es la predisposición a la enfermedad. Cuanto más se sume una criatura en la polaridad y, por lo tanto, en el discernimiento, más expuesta está a la enfermedad. El ser humano posee el discernimiento más desarrollado que conocemos y, por lo tanto, experimenta con más intensidad la tensión de la polaridad; por consiguiente, la enfermedad tiene en la especie humana mayor incidencia.
Las escalas de la enfermedad deben entenderse como un mandato que se hace progresivamente más perentorio. No hay grandes enfermedades ni accidentes que se produzcan brusca e inopinadamente, como un chaparrón con cielo azul; sólo hay personas que se empeñan en aferrarse al cielo azul. Quien no se engaña no sufre desengaños.
La ceguera para consigo mismo
Durante la lectura de los siguientes cuadros de la enfermedad, sería conveniente que asociaran cada uno de los síntomas descritos, a una persona conocida, familiar o amigo, que padezca o haya padecido el síntoma, con lo que podrían comprobar la validez de las asociaciones que se establecen y la exactitud de las interpretaciones. Ello proporciona, además, un buen conocimiento de las personas.
Pero todo esto deben hacerlo ustedes mentalmente y en ningún caso agobiar al prójimo con sus interpretaciones. Porque, a fin de cuentas, a ustedes no les afecta ni el síntoma ni el problema del otro, y toda observación que le hagan sin que se la pida será una impertinencia. Cada persona tiene que preocuparse de sus propios problemas; nada puede contribuir al perfeccionamiento de este universo en mayor medida. Si nosotros les recomendamos que relacionen cada cuadro con una persona determinada, es únicamente para convencerles de la validez del método y de lo acertado de las asociaciones. Porque, si se limitan a observar su propio síntoma, es probable que saquen la conclusión de que, «en este caso especial» la interpretación no encaja sino todo lo contrario.
Aquí reside el mayor problema de nuestra empresa: «La ceguera para con uno mismo.» Esta ceguera es endémica. Un síntoma incorpora un principio que falta en el conocimiento: nuestra interpretación da nombre a este principio y señala que, si bien está presente en el ser humano, se encuentra en la sombra y, por lo tanto, no puede ser visto. El paciente compara siempre esta afirmación con el contenido de su conocimiento y comprueba que no está. Con ello cree tener la prueba de que, en su caso, la interpretación no es válida. Y pasa por alto lo esencial: precisamente, que él no puede ver ese principio y que tiene que aprender a reconocerlo a través del síntoma. Esto, desde luego, exige una labor consciente y una lucha consigo mismo y no se resuelve de una simple ojeada.
Por lo tanto, cuando un síntoma encierra agresividad, la persona tiene precisamente este síntoma porque no ve la agresividad en sí misma, o la vive. Si esta persona, por la interpretación, es informada de la presencia de la agresividad, rechazará la idea con vehemencia, como la ha rechazado siempre o no la tendría en la sombra. Por lo tanto, no es de extrañar que no advierta en sí agresividad, porque, si la viera, no tendría ese síntoma. Sobre la violencia de la reacción, puede deducirse lo acertado de una interpretación. Las interpretaciones correctas empiezan por desencadenar una especie de malestar, una sensación de miedo y, por consiguiente, de rechazo. En estos casos, puede ser de gran ayuda un compañero o amigo al que se pueda interrogar y que tenga el valor de decirnos las debilidades que observa en nosotros. Pero aún es más seguro escuchar las manifestaciones y críticas de los enemigos, porque siempre tienen razón.
Regla: Cuando una observación es acertada, duele.
RESUMEN DE LA TEORÍA
1. La conciencia humana es polar. Esto, por un lado, nos da discernimiento y, por otro, nos hace incompletos e imperfectos.
2. El ser humano está enfermo. La enfermedad es expresión de su imperfección y, en la polaridad, es inevitable.
3. La enfermedad del ser humano se manifiesta por síntomas. Los síntomas son partes de la sombra de la conciencia que se precipitan en la materia.
4. El ser humano es un microcosmos que lleva latentes en su conciencia todos los principios del macrocosmos. Dado que el hombre, a causa de su facultad de decisión, sólo se identifica con la mitad de principios, la otra mitad pasa a la sombra y se sustrae a la conciencia del hombre.
5. Un principio no vivido conscientemente se procura su justificación de existencia y de vida a través del síntoma corporal. En el síntoma el ser humano tiene que vivir y realizar aquello que en realidad no quería vivir. Así pues, los síntomas compensan todas las unilateralidades.
6. ¡El síntoma hace sincero al ser humano!
7. En el síntoma el ser humano tiene aquello que le falta en la conciencia.
8. La curación sólo es posible cuando el ser humano asume la parte de la sombra que el síntoma encierra. Cuando el ser humano ha encontrado lo que le faltaba, huelgan los síntomas.
9. La curación apunta a la consecución de la plenitud y la unidad. El hombre está curado cuando encuentra su verdadero ser y se unifica con todo lo que es.
10. La enfermedad obliga al ser humano a no abandonar el camino de la unidad, por ello LA ENFERMEDAD ES EL CAMINO DE LA PERFECCIÓN.