Desde la publicación de este libro, en el año 1983, un nuevo síntoma ha surgido con ímpetu situándose en el centro del interés público y probablemente —a juzgar por los indicios— permanecerá de actualidad durante mucho tiempo. Cuatro iniciales simbolizan la nueva plaga: SIDA, Síndrome de Inmuno–Deficiencia Adquirida. El causante material es el virus HTLV-III/LAV, un agente minúsculo muy sensible que sólo puede vivir en un medio muy específico, por lo cual, para la transmisión de este virus, tienen que pasar al sistema circulatorio de otra persona células de sangre fresca o esperma. Fuera del organismo humano, el agente muere.
Son reserva natural del virus del SIDA ciertas especies de monos del África Central (especialmente el macaco verde). Fue descubierto a finales de los años setenta en un drogadicto de Nueva York. Por la utilización común de agujas hipodérmicas, el virus se extendió primeramente entre los toxicómanos y pasó después a los homosexuales donde siguió extendiéndose por el contacto sexual. Actualmente, entre los grupos de riesgo, los homosexuales ocupan el primer lugar, debido a que la relación anal practicada preferentemente suele producir pequeñas heridas de la sensible mucosa del intestino recto. Ello permite a los espermas que contengan el virus pasar a la sangre (la mucosa vaginal es más resistente a las heridas).
El SIDA apareció en el momento en que los homosexuales habían mejorado y legitimado considerablemente su status en América. Después se ha sabido que en el África Central el SIDA no está menos extendido entre los heterosexuales, pero en Europa y América los homosexuales son la tierra de cultivo de la epidemia. Actualmente, la libertad sexual está seriamente amenazada por el SIDA: unos lo lamentan y otros ven en ello el justo castigo de Dios. Lo cierto es que el SIDA se ha convertido en un problema de la colectividad: El SIDA no es cosa de unos cuantos sino de todos. Por consiguiente, tanto a nosotros como a la editorial nos pareció oportuno agregar al libro este capítulo sobre el SIDA, en el que tratamos de esclarecer el fondo de la sintomatología del SIDA.
Al examinar los síntomas del SIDA llaman la atención cuatro puntos:
1. El SIDA provoca la destrucción de las defensas del cuerpo, es decir, que ataca la capacidad del cuerpo a aislarse y defenderse de los agentes del exterior. Este daño irreparable causado a las defensas inmunológicas expone a los enfermos del SIDA a las infecciones (y a ciertos tipos de SIDA) que no son una amenaza para las personas con las defensas intactas.
2. Dado que el virus HTLV-III/LAV tiene un período de incubación larguísimo (entre el momento de la infección y el de la manifestación de los síntomas pueden transcurrir varios años), el SIDA tiene un carácter inquietante. Si descontamos la posibilidad del test (el test Elisa) uno no puede saber cuántas personas puede haber infectadas por el SIDA, ni si lo está uno. Por lo tanto el SIDA es un adversario invisible, muy difícil de combatir.
3. Puesto que el SIDA sólo puede contraerse por contagio a través de la sangre y el semen, no se trata de un problema personal y particular, sino que revela con elocuencia nuestra dependencia de los demás.
4. Finalmente, en el SIDA la sexualidad es factor primordial ya que es prácticamente la única vía de contagio, aparte de las otras dos posibilidades —utilización de agujas de inyección usadas y transfusión de sangre afectada— relativamente fáciles de eliminar. Con ello, el SIDA ha alcanzado categoría de «enfermedad de transmisión sexual» y la sexualidad tiene connotaciones angustiosas.
Hemos llegado al convencimiento de que el SIDA como peligro colectivo es la continuación lógica del problema que se manifiesta en el cáncer. El cáncer y el SIDA tienen mucho en común, por lo que cabe reunirlos bajo el epígrafe común de «El amor enfermo». Para entender lo que queremos decir con ello será necesario referirnos brevemente al tema «amor» y a lo dicho en capítulos anteriores (pág. 54). En el Capítulo IV de la Primera Parte de este libro (Bien y Mal) vemos que el amor es la única instancia que está en condiciones de superar la polaridad y unir los contrarios. Pero, como sea que los contrarios siempre están definidos por fronteras —Bueno/Malo, Dentro/Fuera, Yo/Tú—, la función del amor consiste en superar —o, mejor dicho, derribar— fronteras. Por lo tanto, nosotros definimos el amor, entre otras cosas, como capacidad de apertura, de «aceptar» al otro, de sacrificar la frontera del Yo.
El sacrificio que impone el amor tiene una larga y rica tradición en la poesía, la mitología y la religión; nuestra cultura lo conoce en la figura de Jesús que, por amor a la Humanidad, aceptó el sacrificio de la muerte y con ello siguió el mismo camino que todos los hijos de Dios. Cuando hablamos de «amor» nos referimos a un proceso espiritual, no a un acto corporal; cuando nos referimos al «amor corporal» decimos sexualidad.
Hecha esta distinción, en seguida comprenderemos que en nuestro tiempo y en nuestra cultura tenemos un gran problema con el «amor». El amor apunta, en primer lugar, al alma del otro, no a su cuerpo; la sexualidad desea el cuerpo del otro. Ambos tienen su justificación; lo peligroso —en esto como en todo— es la unilateralidad. La vida es equilibrio, es compensación entre Yin y Yang, Abajo y Arriba, Izquierda y Derecha.
Referido a nuestro tema, esto significa que la sexualidad tiene que equilibrarse con el amor ya que, de lo contrario, nos quedamos en la unilateralidad, y toda unilateralidad es «mala», es decir, insana, enfermiza. Ya casi no nos damos cuenta de la fuerza con la que en nuestro tiempo se subraya el Ego y se marcan los límites de la personalidad, ya que este tipo de individualización ha llegado a hacerse perfectamente natural. Si nos paramos a pensar en el valor que hoy en día tiene el nombre en la industria, la publicidad y el arte y lo comparamos tiempos pasados en los que la mayoría de los artistas quedaron en el anonimato, comprenderemos con claridad lo que queremos decir con la acentuación del Ego. Esta evolución se muestra también en otros campos de la vida, por ejemplo en la transformación de la gran familia en pequeña familia y en la más moderna forma de vida, la del «soltero». Hoy día, el apartamento de una habitación es expresión de nuestro creciente aislamiento y soledad.
El individuo moderno trata de contrarrestar esta tendencia por dos medios: la comunicación y la sexualidad. El desarrollo de los medios de comunicación se ha disparado: Prensa, radio, TV, teléfono, ordenador, télex, etc., todos estamos conectados electrónicamente. Primeramente, la comunicación electrónica no resuelve el problema de la soledad y el aislamiento; en segundo lugar, el desarrollo de los modernos sistemas electrónicos muestra claramente a los seres humanos la futilidad y la imposibilidad de aislarse realmente, de guardar algo en secreto para sí o reivindicar un ego. (¡Cuanto más avanza la electrónica, más difíciles e inútiles se hacen el secreto, la protección de datos y los copyrights!)
La otra fórmula mágica es libertad sexual: cualquiera puede «establecer contacto» con quien le apetezca y, no obstante, permanecer espiritualmente intacto. No es, pues, de extrañar que se pongan los nuevos medios de comunicación al servicio de la sexualidad: desde los anuncios en la Prensa hasta el «telefonsex» y el «computersex», el último juego USA. La sexualidad sirve, pues, para el placer, concretamente, en primer lugar, el propio —la «pareja» suele ser un simple accesorio—. Pero, a fin de cuentas tampoco se necesita al otro, ya que el placer se experimenta también por teléfono o a solas (masturbación).
El amor, por el contrario, significa el verdadero encuentro con otra persona; pero el encuentro «con el otro» es siempre un proceso que genera ansiedad, porque exige que uno se cuestione la propia manera de ser. El encuentro con otra persona es siempre encuentro con la propia sombra. Por esto es tan difícil la convivencia. El amor tiene más de trabajo que de placer. El amor pone en peligro la frontera del ego y exige apertura. La sexualidad es un estupendo complemento del amor, para abrir fronteras y experimentar la unión en lo corporal. Pero, si se excluye el amor, la sexualidad por sí sola no puede cumplir esta función.
Nuestra época, ya lo hemos dicho, es egocéntrica en grado superlativo y tiene aversión a todo lo que apunta a la superación de la polaridad. Y nosotros, forzando el énfasis en la sexualidad, tratamos de ocultar y compensar la incapacidad para el amor: nuestro tiempo está sexualizado pero falto de amor. El amor pasa a la sombra. Es un problema de nuestro tiempo y de toda nuestra cultura occidental, un problema colectivo.
Desde luego, el problema incide especialmente en los homosexuales. Aquí no se trata de discutir las diferencias que existen entre homosexualidad y heterosexualidad sino de resaltar la clara tendencia observada entre los homosexuales hacia una disminución de las relaciones estables con una pareja única, y un aumento de la promiscuidad: no es excepcional que, en un solo fin de semana, se establezca contacto sexual con diez y hasta con veinte personas. Cierto, la tendencia y la problemática que acarrea es la misma para homosexuales y para heterosexuales, pero entre éstos está menos acentuada y generalizada. Cuanto más se disocia el amor de la sexualidad y se busca sólo el placer propio, más se disipan los estímulos sexuales. Ello exige una escalada del estímulo que tiene que ser cada vez más original y refinado, y el recurso a prácticas sexuales extremas que denotan clara mente lo poco que cuenta la pareja, que es degradada a la condición de simple estímulo.
Suponemos que estas esquemáticas observaciones pueden servir de punto de partida para comprender el cuadro del SIDA.
Si el amor ya no es vivido interiormente como encuentro e intercambio espiritual entre dos personas, pasa a la sombra y, en última instancia, al cuerpo. El amor es enemigo de fronteras e insta a la apertura y la unión con lo que viene de fuera. La destrucción de las defensas que provoca el SIDA refleja claramente este principio. Las defensas del organismo protegen la necesaria frontera corporal, pues toda forma exige un límite y, por consiguiente, un ego. El enfermo de SIDA vive en el plano corporal el amor, la apertura, la accesibilidad y la vulnerabilidad que rehuyó por miedo en el plano espiritual.
La temática del SIDA es muy parecida a la del cáncer, por lo que catalogamos ambos síntomas con el mismo epígrafe de «amor enfermo». Pero existe una diferencia: el cáncer es más «personal» que el SIDA, es decir, que el cáncer afecta al paciente individualmente, no se contagia. El SIDA, por el contrario, nos hace comprender que no estamos solos en el mundo, que cada individualización es una ilusión y que el ego es, a fin de cuentas, una aberración. El SIDA nos hace sentir que somos parte de una comunidad, parte de un gran todo y que, corno parte, somos responsables del todo. El paciente del SIDA siente de modo fulminante el peso de esta responsabilidad y debe decidir lo que va a hacer en adelante. El SIDA impone responsabilidad, precaución y consideración hacia los demás, cualidades de las que hasta el momento anduvo escaso el paciente del SIDA.
Por otra parte, el SIDA exige la total renuncia a la agresividad en la sexualidad, ya que, si hay sangre, la pareja se contagia. El uso del condón (y guantes de goma) reconstruye artificialmente la «frontera» que el SIDA había derribado en el plano corporal. Con el abandono de la sexualidad agresiva, el paciente tiene la posibilidad de adquirir ternura y delicadeza como forma de relación y, además, el SIDA lo pone en contacto con los temas soslayados de debilidad, indefensión, pasividad, en suma, con el mundo del sentimiento.
Es evidente que los aspectos que el SIDA obliga a replegar (agresividad, sangre, desconsideración...) se hallan situados en la polaridad masculina (Yang) mientras que los que obliga a cultivar corresponden a la polaridad femenina (Yin) (debilidad, indefensión, delicadeza, ternura, consideración).
Los mayores grupos de riesgo del SIDA son los formados por drogadictos y homosexuales. Son, en general, grupos automarginados que suelen rechazar e, incluso, odiar al resto de la sociedad y que, a su vez, suscitan repulsa y aversión. El SIDA enseña al cuerpo a renunciar al odio: al destruir las defensas, implanta el amor indiscriminado.
El SIDA enfrenta a la Humanidad con una zona de la sombra muy profunda. El SIDA es un emisario del «submundo», y en más de un sentido, ya que la puerta de entrada del agente se encuentra en el «submundo» del ser humano. El agente propiamente dicho permanece mucho tiempo en «la oscuridad», ignorado, hasta que, poco a poco, se manifiesta a través de la vulnerabilidad y el debilitamiento del paciente. Entonces el SIDA conmina a la conversión, a la metamorfosis. El SIDA nos resulta inquietante porque actúa desde lo oculto, lo invisible, lo inconsciente: el SIDA es el «enemigo invisible» que hirió de muerte a «Anfortas», el rey del Grial.
El SIDA tiene una relación simbólica (y, por consiguiente, temporal) con el peligro de la radiactividad. Después de que «el hombre moderno», a costa de tantos esfuerzos, se liberara de todos «los mundos invisibles, intangibles, de números y desconocidos», ahora los mundos declarados «inexistentes» contraatacan; devuelven al hombre al miedo primitivo, tarea que en los viejos tiempos incumbía a demonios, espíritus, dioses coléricos y monstruos del reino de lo invisible.
Es sabido que la fuerza sexual es una fuerza misteriosa e inquietante que tiene la facultad de separar y de unir, según el plano en el que actúe. Desde luego, no se trata de condenar y reprimir nuevamente la sexualidad, pero sí de dotar a una sexualidad entendida de forma puramente física de una «apertura espiritual» llamada, sencillamente, «amor».
En resumen:
- Sexualidad y amor son los dos polos de un tema llamado «unión de contrarios».
- La sexualidad se refiere al cuerpo y el amor al alma del otro.
- La sexualidad y el amor deben estar en equilibrio.
- El encuentro psíquico (amor) se considera peligroso y angustioso, ya que atenta contra las fronteras del Yo. El énfasis en la sexualidad corporal hace que el amor pase a la sombra. En estos casos, la sexualidad tiende a hacerse agresiva e hiriente (en lugar de atacar la frontera psíquica del Yo se atacan las fronteras corporales y corre la sangre).
- El SIDA es la fase terminal de un amor que ha descendido a la sombra. El SIDA derriba en el cuerpo las fronteras del Yo y hace experimentar al cuerpo el miedo al amor que fuera rehuido en el plano psíquico.
- Por lo tanto, en definitiva, también la muerte no es sino la forma de expresión corporal del amor, ya que realiza la entrega total y la renuncia al aislamiento del Yo (véase el cristianismo). Ahora bien, la muerte no es más que el principio de una transformación, el comienzo de una metamorfosis.