Defender equivale a rechazar. El polo opuesto de rechazar es amar. Se ha definido el amor desde multitud de ángulos y en los planos más diversos, pero cada forma de amor puede reducirse al acto de dar acogida. En el amor, el ser humano abre barreras y deja entrar algo que estaba fuera de ellas. A estas barreras solemos llamar Yo (ego) y todo aquello que queda fuera de la propia identificación es para nosotros Tú (el otro). En el amor, esta barrera se abre para admitir a un Tú que, con la unión, se convertirá en Yo. Allí donde ponemos una barrera rechazamos y donde quitamos la barrera amamos. Desde Freud utilizamos la expresión de «mecanismo de defensa» para designar los resortes de la conciencia que impiden la penetración de elementos amenazadores procedentes del subconsciente.
Aquí conviene insistir en la ecuación microcosmos = macrocosmos, ya que todo repudio o rechazo de una manifestación procedente del entorno es siempre expresión externa de un rechazo psíquico interno. Todo rechazo consolida nuestro ego, ya que acentúa la separación. Por ello al ser humano la negación le resulta considerablemente más grata que la afirmación. Cada «no», cada resistencia, nos permite sentir nuestra frontera, nuestro Yo, mientras que, en cada «comunión» esta frontera se difumina: no nos sentimos a nosotros mismos. Es difícil expresar con palabras lo que son los mecanismos de defensa, ya que sólo se puede describir aquello que se reconoce, por lo menos, en otras personas. Los mecanismos de defensa son la suma de todo lo que nos impide ser perfectos y completos. En teoría es fácil definir en qué consiste el camino de la iluminación: en todo lo bueno. Comulga con todo lo que es y serás uno con todo lo que es. Éste es el camino del amor.
Cada «sí, pero...» es una defensa que nos impide conseguir la unidad. Ahora empiezan las pintorescas estratagemas del ego que, en su afán de separación, no se priva de esgrimir las más piadosas, hábiles y nobles teorías. Y así le hacemos el juego al mundo.
Los espíritus sagaces aducirán que, si todo lo que es, es bueno, también la defensa tiene que serlo. Desde luego, lo es, pues nos hace experimentar tanta fricción en un mundo polarizado que, para seguir adelante, no tenemos más remedio que discriminar, pero, a lo sumo, no es más que una ayuda que, al ser utilizada, se obvia a sí misma. En el mismo sentido se justifica también la enfermedad a la que nosotros deseamos transmutar en salud cuanto antes.
Como las defensas psíquicas apuntan contra elementos del subconsciente catalogados de peligrosos y que, por lo tanto, tienen vedado el paso a la conciencia, así las defensas físicas se orientan contra enemigos «externos», llamados agentes patógenos o toxinas. Estamos tan acostumbrados a manejar despreocupadamente unos sistemas de valores montados por nosotros mismos que hemos llegado a convencernos de que son patrones absolutos. Pero en realidad no hay más enemigo que aquel al que nosotros declaramos como tal. (Basta leer a los distintos apóstoles de la dietética para descubrir los más diversos criterios en el señalamiento de enemigos. Los mismos alimentos que un método tacha de absolutamente perniciosos, otro los califica de muy saludables.
La dieta que nosotros recomendamos es: leer atentamente todos los libros de dietética y comer lo que a uno le apetezca. Hay ciertas personas que se dejan impresionar de tal modo por este subjetivo señalamiento de enemigos que no tenemos más remedio que declararlas enfermas: nos referimos a los alérgicos.
Alergia: la alergia es una reacción exagerada a una sustancia que reconocemos como nociva. Desde luego, la actuación del sistema de defensas del organismo está justificada cuando se trata de supervivencia. El sistema inmunitario del cuerpo produce anticuerpos para combatir los antígenos*, con lo que proporciona una defensa contra invasores hostiles, lo cual, fisiológicamente, es irreprochable. En los alérgicos, esta defensa, en sí encomiable, se desorbita. El alérgico construye un gran parapeto y constantemente alarga la lista de sus enemigos. Cada vez son más numerosas las sustancias consideradas nocivas y, por lo tanto, hay que fabricar más armas para mantener a raya a tantísimo enemigo. Ahora bien, como en el terreno militar el armamento siempre denota agresividad, así también la alergia es expresión de una actitud defensiva y agresiva que ha sido reprimida y obligada a pasar al cuerpo. El alérgico tiene problemas de agresividad que, en la mayoría de casos, no reconoce y, por lo tanto, no puede asumir.
(Para evitar malas interpretaciones, recordemos que al hablar de un aspecto psíquico reprimido nos referimos al que no es conscientemente reconocido por el individuo. Puede ser que la persona viva plenamente este aspecto sin reconocer en sí mismo tal propiedad. Pero también, que la propiedad haya sido reprimida de modo tan absoluto que la persona no la viva. Por lo tanto, la represión puede existir tanto en un sujeto agresivo como en el más manso de los mortales.)
En el alérgico, la agresividad es trasladada de la conciencia al cuerpo y aquí se expansiona a placer con ataques, defensas, forcejeos y victorias. Para que la diversión no termine por falta de enemigos, se declara la guerra a las cosas más inofensivas: el polen de las flores, el pelo de los gatos o de los caballos, el polvo, los artículos de limpieza, el humo, las fresas, los perros o los tomates. La variedad es ilimitada: el alérgico no respeta nada, es capaz de luchar contra todo y contra todos, si bien, generalmente, da preferencia a ciertos elementos cargados de simbolismo.
Es sabido que la agresividad casi siempre va ligada al miedo. Sólo se combate lo que se teme. Si examinamos atentamente los alérgenos** elegidos, en casi todos los casos, descubriremos enseguida cuáles son los temas que atemorizan al alérgico de tal modo que tiene que combatirlos encarnizadamente en el símbolo. En primer lugar, está el pelo de los animales domésticos, especialmente el de los gatos. Al pelo del gato (y a cualquier pelo) suelen asociarse las caricias y los arrumacos: es fino, sedoso, blando, y, no obstante, «animal». Es un símbolo del amor y tiene una connotación sexual (véanse los animales de felpa que los niños se llevan a la cama). Algo parecido puede decirse de la piel del conejo. En el caballo está más acentuado el componente sensual y, en el perro, el agresivo; pero las diferencias son pequeñas, insignificantes, ya que un símbolo nunca tiene límites muy marcados.
El mismo tema es representado por el polen de las flores, alérgeno predilecto de los que sufren la fiebre del heno. El polen es símbolo de fertilidad y procreación, y la «grávida» primavera es la estación en la que los enfermos de fiebre del heno más «padecen». Las pieles de los animales y el polen actuando como alérgenos indican que los temas de «amor», «sexualidad», «libido» y «fertilidad» suscitan ansiedad y, por lo tanto, son activamente rechazados, es decir, no son admitidos.
Algo similar ocurre con el miedo a la suciedad, la inmundicia, la impureza, que se manifiesta en la alergia al polvo doméstico. (Recordar expresiones como: chiste guarro, sacar los trapos sucios, llevar una vida limpia, etc.). El alérgico trata de evitar con el mismo empeño los alérgenos y las situaciones asociadas con ellos, en lo cual le ayudan de buen grado una medicina comprensiva y el entorno. Nadie se resiste al despotismo del enfermo: los animales domésticos son eliminados, no se puede fumar en su presencia, etc. En esta tiranía sobre el entorno, el alérgico encuentra un campo de actividad que le permite desahogar insensiblemente sus agresiones reprimidas.
El método de la «desensibilización» es bueno en sí, pero, para obtener buenos resultados, habría que aplicarlo no al plano corporal sino al psíquico. Porque el alérgico sólo hallará la curación cuando aprenda a afrontar conscientemente todo aquello que evita y rechaza, y asimilarlo en su conciencia. Al alérgico no se le hace ningún favor ayudándole en su estrategia defensiva: él tiene que reconciliarse con sus enemigos, aprender a quererlos. Que los alérgenos ejercen exclusivamente un efecto simbólico y nunca un efecto material o químico es algo que debe quedar perfectamente claro, incluso para el materialista más empedernido, cuando comprenda que una alergia, para manifestarse, necesita el concurso de la mente. Por ejemplo, en la narcosis no hay alergia, igualmente, durante una psicosis, desaparecen todas las alergias. A la inversa, incluso la simple imagen, como por ejemplo la fotografía de un gato o la secuencia de una locomotora que echa humo en una película desencadenan el ataque en el asmático. La reacción alérgica es absolutamente independiente de la materia de los alérgenos.
La mayoría de los alérgenos sugieren vitalidad: sexualidad, amor, fertilidad, agresividad, suciedad: en todos estos campos la vida se muestra en su forma más activa. Pero precisamente esta vitalidad que exige una expresión infunde miedo en el alérgico. Y es que su actitud es contraria a la vida. Su ideal es una vida estéril, sin gérmenes, exenta de sensualidad y agresiones: estado que apenas merece el nombre de «vida». Por consiguiente, no sorprende que en muchos casos las alergias puedan degenerar en autoagresiones que llegan a ser mortales, en las que el cuerpo de estos individuos, ¡ay!, tan delicados, libra largas y encarnizadas batallas en las que acaba por sucumbir. Entonces la resistencia, la autoexclusión, el autoencapsulado alcanza su forma suprema y su plena realización en el ataúd, cámara exenta de todo alérgeno.
ALERGIA = AGRESIVIDAD HECHA MATERIA
El alérgico debe hacerse las siguientes preguntas:
1. ¿Por qué no asumo mi agresividad con la conciencia en vez de obligarla a realizar un trabajo corporal?
2. ¿Qué aspectos de la vida me infunden tanto miedo que trato de evitarlos por todos los medios?
3. ¿A qué tema apuntan mis alérgenos? Sexualidad, instinto, agresividad, procreación, suciedad, en el sentido del lado oscuro de la vida.
4. ¿En qué medida me sirvo de mi alergia para manipular mi entorno?
5. ¿Qué hay de mi capacidad de amar, de mi receptividad?